En México y América Central no
hay Andes pero sí, una visión de la vida y la muerte más cercana a la cosmovisión andina, que a
las creencias ancestrales de la Europa prehistórica que han llegado al
Occidente y perduran hasta hoy, como el Halloween o el Día de los
Santos y Difuntos. Existen varios puntos de encuentro, así como algunos otros
de desencuentro, entre los pueblos que forjaron la cultura occidental y las
antiguas civilizaciones latinoamericanas. Veamos.
Todos los pueblos
precolombinos de Mesoamérica (América Central y México), desde su florecimiento
en el siglo XIV a. C. hasta la conquista de los españoles en el siglo XVI d.C.,
fueron sociedades agrícolas, ganaderas y comerciantes, cuyos dioses feroces
exigían sacrificios humanos, prácticas rituales y ofrendas ceremoniales para
asegurar las buenas cosechas, y que enterraban a sus muertos haciendo evidente
su creencia en otra vida en el más allá. Veneraban a sus ancianos y los más
sabios, junto con las fuerzas naturales de origen divino que poblaban su
panteón politeísta, se convertían en tótems o ídolos, representados en enormes
cabezas talladas en piedra (de forma análoga a los celtas europeos que lo
hacían con calabazas). Tuvieron poco desarrollo en metalurgia, salvo los
aztecas con el oro, la plata y el cobre ornamentales, pero fueron excepcionales
en la arquitectura, la astronomía y las matemáticas.
A los olmecas se les reconoce
como los pioneros en la zona e influyeron en las civilizaciones que los
sucedieron: los purépechas o michoacanos, los zapotecas, los mayas, los
mixtecos, los teotihuacanes (si es que fueron una cultura diferente a los
mayas), y los méxicas o aztecas. Todas estas culturas mesoamericanas
aparecieron desde el siglo XV a.C. o antes incluso, pero florecieron en
distintos periodos, dándose épocas de convivencia y alianza, como cuando los
zapotecas se unieron a los mixtecos para frenar la expansión azteca, o
prevaleciendo unas sobre otras, como cuando los mayas se constituyeron como la
civilización más sofisticada de la región, por sus ciencias y letras ya que
ostentan el único lenguaje jeroglífico de toda América, o como cuando los
aztecas sometieron a todos los demás pueblos mesoamericanos y llegaron a usar
una escritura pictográfica. Al igual que a las civilizaciones andinas, las
pugnas por tierras y recursos, así como por el poder regional, les duró hasta
la conquista española.
Por su parte, en Sudamérica,
las culturas andinas fueron muy parecidas a las mesoamericanas. Basaron su
economía en la agricultura y ganadería, domesticando ingente cantidad de especies, y desarrollando la metalurgia
a buen nivel. Aunque no conocieron el hierro,
utilizaron el cobre, el plomo y el estaño para fabricar bronce, además del
creativo trabajo en oro y plata.
Los incas heredaron y
recrearon todos los conocimientos de los pueblos previos a ellos. De los
carales, los nazcas, los caxamarcas y los mochica chimú adaptaron los sistemas
de riego y el manejo eficiente del agua; de los chavines y los wari, su arte lítico para trabajar
la piedra en obras de ingeniería y arquitectura -solo comparables a las de los
mesoamericanos-; de los tiwanacu y los paracas aprendieron el arte
textil y cerámico, también muy elaborado por los mochica chimú; de los Chachapoyas sus
construcciones circulares. Desde Caral (3,000 a.C.) hasta el sometimiento del
Imperio Chimor o Chimú (1470 aproximadamente), los incas recogieron los saberes
y experiencia de casi 45 siglos, coexistiendo con varias de las culturas
anteriores a ellos, siempre y cuando aceptaran el vasallaje que se les imponía.
Prácticamente todos los
estados precolombinos fueron teocráticos y panteístas en su politeísmo.
Tuvieron gobiernos monárquicos regentados por militares o sacerdotes que
lideraron los imperios wari, mochica chimú e inca, siendo el líder de estos
últimos considerado divino en su origen. Creyeron en la vida posterior a la
muerte y rindieron culto a los mayores a quienes consideraban oráculos o sabios.
Sus dioses pasaron de ser feroces y encarnizados, como los de los chavines, a
benéficos y naturales como los de los incas, identificando incluso a un dios
creador que subsumía a los demás: Wiracocha.
En la cosmovisión y mitología,
tanto andina como mesoamericana –cuya búsqueda en internet recomendamos-, no
existe paralelo con el umbral que se abre en determinada época del año y cuyos
seres míticos discurren entre el mundo de los vivos y el de los muertos, tal
como vimos en el artículo anterior en el que creían los celtas y que han
adoptado los países de habla inglesa. Existen algunas leyendas sobre seres del
más allá, como la de la Ccarccacha o jarjaria en ciertas zonas del sur andino,
pero que están claramente localizadas y no permiten generalizaciones.
Los aztecas celebraban el día
de los muertos, cuya tradición ha quedado íntimamente ligada a las ceremonias
mexicanas en la actualidad. Tanto aztecas como incas, al igual que chibchas,
araucanos y fueguinos, veneraban al sol o inti como máxima autoridad divina en
el concierto politeísta, aunque las autoridades ya concebían una entidad única
que aglutinaba a las deidades menores. Los mayas encontraron en la naturaleza
la inspiración para reverenciar a dioses y diosas multiformes, pero los incas y
sus predecesores relacionaron a las deidades naturales a la agricultura, la
ganadería y la salud (Pachamama y los Apus, entre otros dioses y diosas comunes
a todos nuestros pueblos ancestrales).
Los tótems, representados en
cabezas, parece ser un elemento común a multitud de pueblos de todas las
latitudes, así como es compartida la tendencia inicial al politeísmo que
nuestros ancestros, tanto de América como de Europa, tuvieron. El panteísmo o
animismo, que otorga vida a todo lo que se considera sagrado, resulta más propio
de las culturas americanas en cualquier latitud, que a las europeas.
Ese animismo estará presente
en las creencias de los afro descendientes esclavos, que llegaron con los
españoles pocos años después de la conquista de América, y con ellos: la guitarra
y el cajón, elementos clave del criollismo. Los descendientes de africanos
nacidos en el Perú se consolaban de tantísimos vejámenes a su dignidad, -dada
su condición de esclavos trabajando en los latifundios costeños-, bailando y
cantando, zapateando y acompañando la música y el baile con golpes rítmicos
sobre superficies de madera. La iglesia católica había prohibido el uso de
tambores, en el siglo XVII, por considerarlos paganos y porque permitía a los
esclavos comunicarse entre grupos distantes. Así que los afroperuanos se las
ingeniaron para utilizar cajas de madera en las que transportaban
mercancías a las haciendas azucareras y algodoneras.
Si se las requisaban, estas cajas pre cajoneras eran fácilmente sustituibles.
En algún momento, entre el siglo
XVIII y mediados del XIX, dada la data existente al respecto, aparece el cajón
peruano tal como lo conocemos, en Chincha, Ica, tras haber sido emulado por
cucharas de madera, golpes sobre mesas y bancas, puertas y pisos que pudieran
sonar al ritmo de las manos y dedos morenos. El landó, la marinera, la
zamacueca, el alcatraz, el festejo, el zapateo y demás ritmos “negros” no
serían posibles sin el acompañamiento del rítmico cajón. Al parecer don
Porfirio Vásquez, ya en el siglo XX y con el apoyo de sus hijos –todos músicos
o decimistas, en especial el menor: Pepe Vásquez-, otorgó las medidas y calidad
de la madera al cajón como instrumento musical estándar.
La guitarra vino después. La
trajeron los españoles, muy avanzado el siglo XIX. De amarrarse una cuerda en
la cavidad bucal (usada como caja de resonancia) en la prehistoria del sapiens,
se inventó en Persia (hoy Irán) el tar: una especie de laúd oriental, que luego
se desarrolló como cítara en Grecia con cuerdas sobre una caja de resonancia en
forma de herradura, para convertirse en el oud árabe durante la ocupación mora
de la península ibérica (hoy España y Portugal), cuyo cuerpo se aplana y da
lugar a la vihuela, que a su vez origina la guitarra barroca y la mandora o
mandolina, para finalmente crearse –en el siglo XIX por el guitarrero español
Antonio de Torres-, la guitarra tal como la conocemos actualmente.
Con guitarra y con cajón,
acompañados por instrumentos andinos en varias tonadas, en octubre de 1944, el
presidente Manuel Prado Ugarteche y el ministro de educación Pedro Olivera, a
través de una resolución suprema, establecen el 31 de octubre como “Día de la
Canción Criolla”, con el doble objetivo de realzar las celebraciones del “Señor
de los Milagros” y para rendir homenaje al movimiento indigenista y a la
fuertísima ola migratoria desde el interior del país hacia la capital, en una
época en la que artistas del indigenismo y líderes de la talla de José Carlos
Mariátegui, reivindicaban la igualdad entre peruanos de distintas procedencia
para alcanzar una vida digna. Años después, Lucha Reyes, la “Morena de Oro del
Perú”, inigualable cantante afroperuana de música criolla,
fallece coincidentemente también el 31 de octubre, con lo que la fecha cobra
una relevancia primordial.
Queda en las y los lectores,
madres, padres y familiares de las y los estudiantes del Colegio La Casa de
Cartón, del equipo directivo y docente, así como de las y los propios
estudiantes, revisar las tradiciones históricas y costumbristas que nos legaron diferentes antecesores que promovieron
nuestra identidad cultural, la decisión de qué
celebrar entre finales de octubre e inicios de noviembre. ¿Halloween o Día de
la Canción Criolla? ¿O es posible celebrar las dos fechas al margen de los
orígenes y despliegue histórico?
Carlos
Ureña Gayoso
Integrante de EDUCALTER
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