El examen de cargo, para reprobados de cualquier materia, se rendía en marzo en un colegio fiscal, como se les llamaba a las instituciones educativas estatales. Era de miedo ir a dar la prueba: escrita, oral y práctica, con balotas o sin ellas, debido a profesores que más parecían jueces implacables que lo miraban a uno hacia abajo, desde lo alto del estrado. Pocas veces me sentí tan pequeño, a pesar de que estaba en pleno “estirón”.
La historia se repitió casi idéntica hasta quinto de secundaria. Ese año memorable, mi padre y mi primo me animaron a presentarme a la universidad. Me matriculé en una academia y empezaron clases simultáneas entre el colegio y la preparatoria: a dedicar todo el día al estudio.
Quería estudiar la carrera de Economía, pero… se tenía que saber matemáticas. Todos mis sueños y ambiciones profesionales estuvieron a punto de desmoronarse por este requisito, hasta que en la clase de Álgebra, se presentó Jorge Salazar como el profesor. Explicó que la mayoría de personas le tienen miedo o rechazo a los números, que si uno las toma como un juego científico que tiene ciertas reglas y las usa entonces se van haciendo más comprensibles. Que conocer en qué campo de la vida se utilizan sirve mucho para revalorarlas y así, clase tras clase fue develando el oscuro misterio de los ejercicios algebraicos, geométricos, trigonométricos y aritméticos.
El profesor Jorge nos trató como personas, con respeto y comprensión a pesar de nuestra ignorancia. Digo “nuestra” ya que fuimos tres compañeros del colegio estudiando en la academia y porque –salvo extrañísima excepción- todos los estudiantes matriculados adolecíamos de interés, menos aún gusto y habilidades por los números. Se interesaba por nuestras vidas y sueños y nos preguntaba por lo que vivíamos cotidianamente. Era un ejemplo de afecto, actividad, democracia, curiosidad e investigación, relacionando los temas de matemática con la realidad de manera globalizada e integral. Se ubicó en nuestro desgano y apatía y desde ese punto de partida, empezó a jugar y a permitir que tomáramos como juego las matemáticas. Luego, cuando sentimos una mínima confianza y comenzaron a salirnos bien los ejercicios elementales, fue combinando exigencia con momentos lúdicos. Hasta instauró la hora del chiste, donde un estudiante contaba algo gracioso y seguíamos la clase. También fomentó la hora de Pitágoras, de Euclides y hasta de Baldor. Introdujo el razonamiento lógico matemático para trabajar aritmética y nos permitía resolver los problemas más difíciles de cualquier dominio matemático con álgebra, siempre y cuando después de resolverlo lo explicáramos según el dominio requerido. De la misma forma, le pedía por favor al que terminaba rápido, porque había aprendido y ahora sabía, que le enseñe al que todavía no se destapaba.
Ingresamos los tres compañeros de colegio a la primera y con buen nivel. Nunca más me volvieron a desaprobar. Seguí ayudando a mis padres en asuntos de la farmacia que tenían, pero para ayudar más y mejor, me puse a dar clases de matemática a escolares que como yo, jalaban y jalaban y no entendían de números ni ciencias. Dejé de pedir propinas y me pude mantener durante y después de los estudios universitarios con las clases particulares o institucionales de matemáticas. Todo esto de lo debo a un gran maestro de los números. Gracias Jorge.
De profesor habías pasado a ser Un Maestro. Tu habilidad para sacar de dentro de nosotros las habilidades dormidas, para hacer que tus estudiantes plasmen el potencial que ellos mismo se venían negando y para lograr que disfrutemos con pasión la satisfacción de hacer entender algo a alguien cuando uno descubre su ser docente, las agradeceré por siempre. Tenía 16 años cuando fui tu alumno. A los 63 sigo enseñando matemáticas. Gracias querido maestro.
En el Colegio La Casa de Cartón los y las docentes hemos buscado convertirnos en maestros. Para alcanzar esa distinción: “A pesar de todo, estamos dispuestos a mantener firme la utopía de contribuir a hacer un Perú solidario, con personas veraces, libres y creativas. A formar ciudadanos que se sientan sujetos de derechos y deberes, que apuesten por una sociedad más justa y un mundo ecológicamente viable”1.
La manera práctica de alcanzar ese ideal es mimetizarse con los principios pedagógicos del colegio: ser ciudadanos democráticos con consciencia ecológica que valoren y apliquen en la docencia el afecto, el ejemplo, la actividad, la realidad, la democracia, el espíritu científico (investigación, ciencia y tecnología), el respeto a los intereses, posibilidades y necesidades de los estudiantes; la actitud lúdica y trabajo, la globalización, la personalización, la integralidad y el descubrimiento.
¿A qué distancia está mi proceder docente con aquello que considero digno de
una maestra o de un maestro?
¡¡¡ FELIZ DÍA PROFESORAS, PROFESORES, MAESTRAS Y MAESTROS !!!
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1 Parafraseando el “Todavía soñamos” (Pág. 13, último párrafo), del Fascículo I de Hacia la escuela posible, EDUCALTER. Lima 2009.
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