En los artículos anteriores, correspondientes a agosto y setiembre, hemos revisado los principios pedagógicos del colegio. En “Binomio casi perfecto”, examinamos el principio de Ludismo y Trabajo a la luz de la experiencia en aula. Luego, en “Intereses y necesidades, actividad, realidad y espíritu científico”, comprendimos la interrelación entre todos los criterios pedagógicos y, en particular, de aquellos que titulaban ese artículo. En “Las Olimpiadas”, se integraron en una de las actividades representativas del colegio, los Juegos Olímpicos, todos los principios, partiendo de los ya revisados, para añadir los de democracia, globalización, personalización, integralidad y descubrimiento.
Recordemos con Mariano Moragues, autor del libro morado “Hacia la escuela posible”, que:
“Entendemos por principios pedagógicos (…) aquellos rasgos típicos o características fundamentales que identifican la pedagogía de una propuesta educativa. Estos rasgos pueden estar referidos a metas, condiciones, métodos, etcétera, pero en conjunto configuran un estilo educativo propio” (1).
Hoy abordaremos el afecto y en el
próximo artículo, desarrollaremos el principio del ejemplo, que son los dos criterios
pedagógicos más retadores y comprometedores para los y las maestr@s del Colegio
La Casa de Cartón y que se implican sustantivamente uno al otro. Estos dos
principios también podrían o deberían ser importantes y dinamizadores de
cambios o ajustes actitudinales para las madres, los padres y demás familiares
que comparten vida con los estudiantes del colegio. En realidad, para toda
persona que se precie de serlo, estos aspectos son sumamente importantes por su
trascendencia para convertirnos en humanos de veras.
El afecto, nos continúa explicando Mariano, alude a la “Relación cálida, afectuosa y espontánea en todos los niveles de la comunidad educativa, que exprese la solidaridad en el compartir sentimientos, pensamientos, acciones y objetos”.
Es más -y a partir de aquí ya solo nos hablará nuestro querido Flaco-, afirma que:
“El afecto es para nosotros el alma del trabajo pedagógico. Alma que debe animar (valga la redundancia) los otros principios y sin la cual todo principio pedagógico se esteriliza y todo recurso metodológico se vuelve una estrategia maquiavélica y, por tanto, poco ética, si no injusta. Un proyecto que no nace del amor al niño, a la persona, a la humanidad, a la vida es un proyecto espurio desde su concepción, condenado a dejar insatisfecha la parte más importante del ser humano y no merece el nombre de educativo, por cuanto no desarrolla el germen sustancial de lo humano. Si esto es verdad para la persona humana en general, lo es en particular para la educación de la infancia, la niñez y la adolescencia. Indudablemente, es una necesidad básica del niño, cuya satisfacción o no satisfacción marcará de por vida su existencia.
¿Cómo podríamos hablar de educación
(menos aún de educación integral) sin tener en cuenta lo que posibilitará o
imposibilitará una estructura de personalidad saludable? La psicología nos dice
que una carencia afectiva significativa puede frenar el desarrollo de todos los
aspectos de la personalidad. (…) Decir que el afecto debe teñir el trabajo
educativo y las relaciones en la escuela puede sonar perogrullesco; sin
embargo, la plasmación práctica de este principio en la dinámica escolar por sí
solo ya justificaría un proyecto educativo del que se podrían esperar
maravillas. Cuando los alumnos se sienten queridos se vuelven fácilmente
dúctiles, motivados, alegres, seguros, receptivos, permeables, esperanzados. En
fin, psicológicamente sanos.
Nuestro proyecto, al inicio, se basó fundamentalmente en esta convicción y, a pesar de que hemos ido implementando otros principios, ninguno lo ha podido reemplazar. Ningún método ni ninguna técnica pueden reemplazar al afecto en la educación de los chicos. Obviamente, no queremos decir que el amor reemplaza la técnica, sino que la hace eficaz y que es sustantivo en la tarea educativa. Cuánto aportaría a muchas de nuestras escuelas y a muchos de sus alumnos, en concreto, que se sintiera «el calorcito del corazón». Este solo hecho cambiaría el sello de la escuela y de la vida personal de sus muchachos. Las relaciones humanas son, con demasiada frecuencia, relaciones funcionales profesor-alumno, director-profesor, etcétera, y se tornan inhumanas e impersonales. En tales condiciones, no es fácil que surja la solidaridad, la confianza y el respeto mutuo. Amar a los chicos significa valorarlos, atender sus necesidades, respetarlos como personas, confiar en ellos, comprenderlos y también, cómo no, implica sentimientos de emoción, ternura y aprecio, que se expresan en acciones, gestos, miradas, atenciones, abrazos, palabras amistosas, etcétera.
Una de las razones por las que hemos optado por un número reducido de alumnos por aula es justamente el posibilitar la llegada afectiva personal a cada uno de los chicos, de tal manera que ninguno devenga en un número anónimo, inespecífico. En un mundo donde las corrientes ideológicas han oscilado entre el individualismo y la masificación, creemos que la personificación resulta una tercera vía mucho más coherente y humanizadora. La personificación no significa el desprecio de lo colectivo en cuanto comunitario, sino de lo colectivista en cuanto anónimo; no significa la exaltación del neoliberalismo que so pretexto de rescatar la libertad individual arrasa con la libertad colectiva, secando las raíces de la solidaridad.
Nuestro país, signado por una violencia estructural, social y política empozada históricamente, desintegrado en sus identidades, reclama con urgencia una acción terapéutica, que además de un cambio de estructuras económicas, sociales y políticas resane las lesiones que afectan la personalidad colectiva. Esta acción terapéutica tendrá como fin reemplazar el odio, la envidia, el interés, la sumisión y el desprecio por la solidaridad, la seguridad, la autoestima, la confianza, el respeto. Somos un país enfermo de rabia, comprensible quizá, pero que tiene que encontrar canales positivos de recuperación y no de venganza, de destrucción, de odio y de muerte. Hay que construir una «cultura de paz» desde la vivencia del afecto. La escuela está llamada a dar su aporte sustantivo con un «eros terapéutico» en el planteamiento de sus objetivos y sobre todo en un estilo modélico de relaciones humanas y de organización democrática pluralista. Nada tan simple ni tan importante: se necesita una escuela que desarrolle la afectividad a partir de la experiencia cotidiana. Una escuela que favorezca un estilo de relación humana basada en la solidaridad.
Si bien golpear a los alumnos no es
ya la tónica en la mayoría de las escuelas (aunque todavía se dan demasiados
casos), el maltrato que lleva emparejado a la humillación es un estilo muy
frecuente y muchas veces es el arma preponderante de muchos maestros que
vomitan sus incapacidades y frustraciones en sus alumnos. En el ámbito familiar
sucede otro tanto. Diariamente, se reportan en el Departamento de Medicina
Legal del Palacio de Justicia más de setecientos casos de niños maltratados, y
en 1989, en el mismo departamento, se atendió a 5,637 niños entre cero y diez
años golpeados. Esta cifra, según el propio departamento, representa un
porcentaje muy bajo de la realidad, pues son muchísimos más los que no se
delatan. Es espeluznante ver cómo los propios niños asumen como normal una
educación a golpes. ¿Qué estragos no hará en la psicología del niño una vida
hecha de humillaciones, rabias, impotencias contenidas? Cómo pretender una
cultura de paz, no violentista, con una escuela que emplea como metodología el
autoritarismo, la prepotencia y la agresión abierta o sutil; con una familia en
la que los más débiles reciben los réditos de un sinnúmero de frustraciones;
con unos medios de comunicación que exaltan la violencia descaradamente, con
«Rambos» que imponen la ley a puñetazos; con una civilidad que vive
semisecuestrada por el temor; con la presencia cotidiana de la muerte como vía
de solución de los problemas de una sociedad enervada por las injusticias. No
creemos que exista otro modo de desandar este camino errático y destructivo que
retomar el camino del afecto. Tan sencillo y tan difícil como intentar vivir lo
que nos canta Silvio Rodríguez: “Debes amar... y
si no, no la emprendas que será vano. Solo el amor alumbra lo que perdura. Solo
el amor convierte en milagro el barro. Debes amar... y si no, no pretendas
tocar lo cierto. Solo el amor engendra la maravilla. Solo el amor consigue
encender lo muerto”. Todo un reto para la
escuela del Perú de hoy.
Somos testigos de los efectos
terapéuticos que tiene el afecto en los niños agresivos o con actitudes
rebeldes frente a las normas, la autoridad, el aprendizaje, etcétera. Así que
este solo hecho convierte el afecto en principio de la pedagogía que pretende
ser inteligente y eficaz. Nosotros quisiéramos que la dinámica escolar
estuviera salpicada de expresiones afectivas concretas: valorización y respeto
(cuidado y mantenimiento de lo propio y, con mayor razón, de lo común; buen
trato a sí mismo y a los demás; no discriminación), integración (afectuosidad,
sentido de grupo, amistad, compartir cosas, juegos, trabajos, conocimientos,
experiencias, sentimientos), sensibilidad tomada en su sentido etimológico
«padecer con»: compasión, interés por el otro y los otros, comprensión,
servicio, disponibilidad de ayuda, entre otras. Creemos más en la actuación de
la solidaridad que en los discursos sobre ella y en la experiencia como la
palestra en la que se verifica y desarrolla la afectividad. El refrán popular
«obras son amores y no buenas razones» es una pauta muy intuitiva y pedagógica
que conviene no perder de vista. Esta reivindicación del afecto en la pedagogía
está tan lejos de la blandenguería como de la sequedad y no excluye en absoluto
la fortaleza y la firmeza”.
EDUCALTER
(1) Mariano Moragues Ribas de Pina.
“Hacia la escuela posible. Sistematización del proyecto educativo del colegio
La Casa de Cartón”. Segunda edición, EDUCALTER 2014. Págs. 118-123.
Mariano fue y es el visionario fundador y promotor del
Colegio La Casa de Cartón, a quien acompañamos algunos profesores y psicólogos,
conformando varios equipos de profesionales durante los últimos 38 años. Se
desempeñó como director del colegio durante 20 años siendo un paradigma de
coherencia y expresión de los principios pedagógicos de afecto y ejemplo. Todos
somos luz y sombra, pero el Flaco nos regaló generosamente su brillo,
educándonos para ser educadores. Sea éste un homenaje a tu fecunda y amorosa
labor. Gracias Mariano por tantísimo.
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