Acababa de ver un capítulo de Stranger Things (Cosas Extrañas) y me ocurrió una. En la tarde habíamos reordenado repisas y roperos para deshacernos de objetos y de ropa que acumulamos y no usamos. Con la idea de airear y aligerarnos de cargas inútiles, pensamos que otras personas podrían darle mejor uso, así que donarlas al que necesite nos pareció una mejor opción que mantener arrumados artículos sin uso inmediato. Estamos en la lógica del minimalismo, es decir, contar con lo mínimo indispensable; y del feng chui, mover todo de su sitio y reordenarlo para que las energías estancadas se liberen.
Entonces encontré la ruma de fotos viejas. Me
llamó la atención una donde estoy con mis mejores amigos del colegio, en quinto de secundaria y, al mirarla con total atención, entré en un estado de
ensoñación y me fui para allá. Me vi saliendo de
clases con mis compañeros, un viernes 12 de marzo. Nos habían dicho
que, por precaución, no asistiríamos durante un mes al centro educativo.
Se había desatado una pandemia y era casi seguro que se declararía la
cuarentena, tal como pasó el domingo 14 en que el presidente anunció la medida.
La alegría inicial de no tener clases se
convirtió en fastidio ya que se estableció el estado de emergencia,
con una inmovilización parcial donde solo una persona de cada familia podía salir a comprar lo indispensable y
toque de queda de 6 pm a 6 am. Fastidio porque no podríamos andar en patota o
reunirnos en la casa de cualquiera de nuestros amigos o amigas para estar
juntos; y lo que parecían vacaciones al comienzo, en realidad era un encierro
sin libertad.
No podríamos salir a caminar por los
malecones, ni a recorrer calles en busca de pequeñas aventuras o anécdotas
simpáticas. No paseos fuera de Lima, a las playas o de campamento a Chaclacayo,
Chosica, Santa Eulalia o Cocachacra. Suspendidos
los tonos (fiestas en casas particulares) y las idas a discotecas. Nada de
bicis o motos, menos aún sacar el carro de papá sin permiso para dar una
vuelta.
¿Y cómo haría con Beatriz, mi adorable
enamorada? Solo llamadas por teléfono de vez en cuando, dado el férreo control
de la línea por mis padres, que cada mes nos daban un sermón por el aumento del
costo del servicio telefónico, en vista y considerando que me echaba dos
horas a conversar con mi amada sobre veinte mil asuntos triviales durante la
semana.
Felizmente en esa ensoñación extraña que
estaba viviendo, activada por la visión de las fotos del ayer, de mi promoción
del colegio, estábamos en el pasado y a la vez, contábamos con todas las
ventajas del presente: computadoras, celulares y dispositivos que nos permitían
acceder a internet y a las redes comunicativas ahora archiconocidas.
Al comienzo fue divertido conversar entre toda la “mancha” (grupo de amigos, collera), por zoom o meet, igual con Beatriz. Pero a las pocas semanas ya no era lo mismo.
Además, y para peor de males, estaríamos
bajo la mirada invasiva de nuestros padres todo el día, ya que a ellos también
se les confinaba en casa.
Cuando no estaba en la calle o en otras
viviendas con mis amigos, me encerraba en mi cuarto con música a todo volumen a
hacer lo que quisiera. Pero ese aislamiento voluntario se volvió
obligatorio y perdió su encanto.
Miraba a mi hermana menor y me percataba que
para ella la nueva anormalidad resultaba peor. En sus 10 años, la necesidad de
movimiento no podía ser satisfecha dentro de la casa. Necesitaba parques,
calles, espacios abiertos como los patios del colegio, los malecones, las
playas o el campo. Los niños requieren más espacios abiertos, creo. Yo también,
a mis 16, era muy callejero y amiguero.
Mis padres apelaban a mi supuesta madurez, ya
que había elegido universidad donde estudiar y la academia me había revelado
–por primera y maravillosa vez en mi existencia- lo fáciles y prácticas que
podían ser las matemáticas. Había jalado de primero a cuarto y “gozado”
de tareas y exámenes vacacionales, aprobando a las justas. Esa madurez
alucinada por mis padres, me había hecho merecedor a encargarme de mi hermana y
de Tony, el cachorro canino que teníamos.
Gracias a la vida, tenía un grupo. Me sentía
parte de esa mancha. Tenía una collera en el colegio y otra en El Olivar, al
lado de la farmacia donde aprendí a trabajar con mi padre desde los 7 años.
Parecía más social de lo que en realidad era: a mí me
encantaban las relaciones de pares personalizadas, es decir, dialogar con uno de mis amigos en profundidad. Conversar en
grupo era dispersarse hacia cuestiones superficiales, fanfarronería y autobombo, aún cuando alguna vez habláramos de asuntos vitales y trascendentes. En
cambio, dialogar persona a persona permitía conocernos, mostrarnos tal cual
éramos y gozar de la amistad cómplice de una intimidad saludable.
Pero todo se derrumbó de repente, de buenas a
primeras, cuando anunciaron la cuarentena. ¿Qué voy a hacer? ¿Qué vamos a hacer
como grupo? ¿Y cómo harían los más tímidos? ¿Y cómo harían los que vivían más
lejos o los que no contaban con todos los recursos para conectarse? ¿Y si nos quedamos sin fiesta ni viaje de promoción?
Estaba en esos pensamientos dentro de la
ensoñación, cuando mi esposa dejó caer en la mesa donde me ubicaba una ruma de
documentos y, en medio de mi retorno a la tierra al salir bruscamente de ese
estado extraño de mimetismo con el pasado en tiempo actual, me
alcanzó mi celular con links sobre la pubertad y adolescencia que expertos
españoles y argentinos habían escrito.
No se pierda la continuación de estas
reflexiones, en la próxima publicación del blog del cole, con aportes de
psicólogos y pedagogos sobre las condiciones de vida que afrontan especialmente
los adolescentes en estos tiempos de pandemia. Nos vemos pronto.
Carlos Ureña Gayoso
Miembro de EDUCALTER